Por Dominique Venner
En Europa, desde la más remota Antigüedad, siempre había dominado la idea de que cada individuo era inseparable de su comunidad, clan, tribu, pueblo, polis, imperio, al que se encontraba unido por un vínculo más sagrado que la propia vida. Esta indiscutida conciencia, de la que la Ilíada nos ofrece la más antigua y poética expresión, tomaba formas diversas. Basta pensar en el culto a los ancestros a quienes la polis debía su existencia, o a la lealtad hacia el príncipe era la expresión visible de la misma. Una primera fue la introducida por el individualismo del cristianismo primitivo. La idea de un dios personal permitía emanciparse de la autoridad hasta entonces indiscutida de los dioses étnicos de la polis. Sin embargo, impuesta por la Iglesia, se recompuso la convicción de que ninguna voluntad particular podía ordenar las cosas a su antojo.