sábado, 12 de octubre de 2013
El propósito hispano - Andres della Chiessa - Revisionismo y pensamiento hispanico
En 1982, la pluma encendida de don Arturo Uslar Pietri se cuestionaba el influjo real de la gesta española en el nacimiento de la Modernidad. Un Descubrimiento de América que trajo consigo una nueva visión del hombre y de su destino, creando una crisis de identidad en el Viejo Mundo cuyas consecuencias conocemos el día de hoy. La universalidad del 12 de Octubre en ese sentido, y probablemente en cualquier sentido, es innegable. Si algún intelectual de inestimable reputación, intuición aguda y buen tacto, realizara el día de hoy un compendio de los eventos más importantes de la historia humana, el encuentro entre españoles y americanos debería encontrarse sino a la cabeza, tampoco muy lejos de ella. Esa gesta sin igual, expresión máxima del espíritu aventurero, trajo consigo no sólo el divorcio con un pasado convulsionado y traumático, sino la ruptura absoluta con gran parte de lo que hasta la fecha conformaba el canon del conocimiento.
La idea, europea, de un nuevo hombre, de nuevas formas de asociación e interacción, dio al flujo del pensamiento occidental una dimensión nunca antes vista. En su libro Fachas, fechas y fichas, don Arturo propone la tesis de un Nuevo Mundo que abarca, de buenas a primeras, al mundo entero. No el hecho americano, con todas sus implicancias, sino el hecho humano, cuya condición existencial no volverá a ser la misma. Pasadas las primeras confusiones, descubiertas las posibilidades que el nuevo continente ofrecía, España vino a América a fundar Imperio, a fundar otras Españas. La ardua empresa de la conquista no pretendía, como se afirma hoy en día, subyugar al indio y saquear la tierra o extraer del suelo nuevo, riquezas nuevas. Considerar esto implicaría un reduccionismo muy burdo y muy elemental, al que lamentablemente se han entregado no sólo políticos y ciudadanos, sino “historiadores” cuyo renombre es exacerbado por contribuir a la tergiversación de un hecho fundamental, en todos los sentidos, como el encuentro de Dos Mundos.
Lo que los cronistas de la época llegaron a denominar La Empresa de las Indias, afectó de muchas maneras y en diverso grado nuestro destino y nuestro pensamiento. Mientras España, cuyo contacto era directo y transversal, veía en América una forma de expresar lo español en otras latitudes, la Europa francesa, inglesa y alemana, profundamente inspirada por la carta de Colón de 1493, edificaba a grandes pasos utopías y revoluciones a partir de una teoría genérica y fundacional como la del Buen Salvaje. Hombres como Tomás Moro y Francis Bacon, pensaban en nuevas formas de organización y producción, su idealización del indígena y de las leyendas que circulaban por el viejo continente, eran también una expresión del contacto indirecto, y de formas que intentaban escapar de un futuro abrumador. Para España, el futuro prometía, para España, la extensión de su propia filiación se encontró de frente con esa identidad otra, esa alteridad que representaban los aborígenes, de esta experiencia nació lo americano. Pero también, desde luego, que este proceso de mestizaje cuya evocación hoy en día no es sino la manifestación misma de la identidad, trajo consigo una serie de réplicas y contestaciones de parte de enemigos históricos, que hasta el día de hoy, seguimos tolerando. De entre ellas la más grande es la Leyenda Negra.
Para nadie es un secreto la histórica rivalidad entre españoles y británicos. Mientras los primeros eran el baluarte del cristianismo y sus prácticas, los segundos lo eran del protestantismo; mientras en 1511 la Junta de Burgos dictaminaba que el indio era, por naturaleza real y jurídica, un hombre libre con todos los derechos de propiedad y que no podía ser explotado, la conquista británica de Norteamérica se fundamentaba en extendidas masacres que aún a las luces del siglo XVIII seguían teniendo lugar. Sin embargo, ¿cómo explicar, por ejemplo, que en la historia contemporánea exista no sólo una integración estratégica sino moral entre el Reino Unido y sus antiguas colonias? ¿Cómo explicar, también, la participación clave de miembros de la comunidad nativo-americana en la vida política y social estadounidense? La Leyenda Negra esconde, o más bien cubre de manera muy frívola, la respuesta. A partir de la promulgación de decenas de bárbaros mitos, que no sólo contradecían -y siguen contradiciendo- el prodigioso hecho americano, empieza a constituirse un fenómeno causal que no es sino el objetivo final de una larga lista de propósitos y aspiraciones calculadas por parte del Imperio Británico para con el español: la aceptación y la apropiación de tales falseamientos y subterfugios históricos por parte de los propios americanos.
La contribución de Marx, en principios como la acumulación original y el materialismo histórico, es nimia si consideramos la significativa complicidad que nosotros mismos hemos tenido al momento de relatar la propia historia. Hoy es aceptada como una verdad ineludible que los españoles vinieron a ajusticiar y a imponer, a convertir al indígena en esclavo, que nunca lo fue, y que los procesos independentistas significaron la expulsión absoluta de casi cuatrocientos años de barbaridad y atraso. No se habla, sin embargo, de las Leyes de Burgos y de Indias, que a menos de una década de iniciada la Empresa de las Indias ya daba un estatus de igualdad al indígena y castigaba, incluso con la muerte, a aquellos españoles que obraran en desagravio. Tampoco se habla de las numerosas masacres a monjes franciscanos y dominicos realizadas por los indígenas, de las guerras continuas entre tehuelches y araucanos, o de la forma de gobierno azteca, prácticamente absolutista y cuya establecida opresión a tribus aledañas exigía continuos sacrificios. Dentro de la desmemoria y la antihistoria actual, efectivamente promulgada por agrupaciones y organizaciones de izquierda, el universo del indígena era un cosmos de entera paz y categórica reflexión. No puede negarse, claro está, el terrible peso de enfermedades nunca antes vistas en continente americano, traídas por los españoles, y que significaron horridas epidemias; pero de allí, a que se le catalogue hoy como una estructurada y premeditada guerra bacteriológica, hay un trecho muy largo. Tampoco se negará que se hayan cometido muchos abusos, pero tales abusos ni fueron protegidos por la ley ni garantizados por la religión.
Lo cierto es que esos cuatrocientos años de imperio, no son sino lo más trascendental que hemos vivido. En ellos, se constituyó nuestra identidad: la hispanoamericana. Una identidad nueva y en la que confluyen el acervo católico español, la subjetividad del indígena y, muchos son los casos, la mística del negro. No somos ni indígenas, ni negros, tampoco somos españoles, somos hispanoamericanos. En ese sentido, engendros modernos como el indigenismo, fuera de las fronteras de una debida integración del aborigen a la vida común, no son sino proyectos separatistas, que niegan la historia propia. Que un español o un hispanoamericano contribuyan a la negación de una identidad que es, en pocas palabras, el único reducto de unidad que nos queda, supone o mucha ignorancia o mucha malevolencia.
El segregacionismo que antes mencionaba, esa intención aislacionista de considerarnos puramente indígenas, puramente negros, nos habla además de una inconsciencia alarmante. Una cultura aislada, es una cultura fósil, que no se repone y que no rejuvenece. El encuentro entre españoles e indígenas es, en sí, el origen de una nueva cultura y la transformación, maravillosa y necesaria, de las más antiguas.
En palabras del periodista español Juan Manuel de Prada, “el concepto de igualdad español necesita cuanto antes conocer al otro, establecer con el otro una relación que se funde en la singular persona de ese otro”. El español histórico llega, efectivamente, a conocer al indígena, y de esa preocupación trascendental, profundamente espiritual, “nace el impulso de la Hispanidad”.
Cuando se habla del 12 de Octubre, no se hace referencia a un hecho fortuito y poco importante, tampoco de un muy folletinesco exterminio, que en algunos discursos superfluos ha sido estimado bajo el epíteto del genocidio. Cuando se habla del 12 de Octubre, se alude de forma necesaria, a la individualidad, a la personalidad y al método a través del cual creamos lazos de identificación y reconocimiento con los otros. Sería imposible establecer vínculos, sean los que sean, con quienes nos asemejan, si no estamos conscientes con anterioridad de las particularidades que nos constituyen. A partir de ello, a partir de la Hispanidad, podemos establecer semejanzas y diferencias, transformando de alguna forma, de todas las formas, nuestra razón y nuestros sentidos.
Negar el hecho de que somos hispanos es negar la vida misma, pues es imposible aprehender todo lo que ella nos ofrece sin una identidad constituida. En esta premisa subyace la profunda crisis existencial que aqueja actualmente a la América Hispana. Es mucha la intolerancia hacia España, mucha la exaltación de la Independencia por méritos que no merece. Contar la historia en términos morales, lo he dicho con anterioridad, es una falta ordinaria y grosera, que atenta contra la naturaleza misma del hombre. El ser humano es difícil y complejo, así lo son las relaciones que establece. Cada hecho y cada correspondencia no es menos difícil o menos compleja. No existe hombre que ocupe todas las virtudes o todos los desmanes. No existe el bárbaro absoluto, el íntegro incondicional. La gran tragedia ha sido nuestra discreción al momento de pensarnos como una secuencia, más o menos cronológica, de dicotomías en términos de oposición.
Una correcta rectificación de este error permitiría, estoy seguro, una profunda comprensión del destino y del propósito, que a mi parecer, son los únicos elementos de los cuales puede hacerse un pueblo, en especial uno tan extendido y entreverado como el hispánico, para garantizar los términos de su supervivencia.
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